“E. M. Cioran: apasionado por la existencia” (Sergio Rivas Salgado)

La Colmena, núm. 53, 2007, pp. 15-23. Universidad Autónoma del Estado de México Toluca, México. [PDF]]

Regularmente la pasión por la existencia nace de la insatisfacción con las ideas ya propuestas por otros. Ninguna objeción ni ningún espanto por las ideas venideras, aquellas que pronto sucederán a las ya inservibles, a las que causaron el descontento. El hombre, despreocupado por el horror que causa nacer, pronto se une a las filas de los nuevos portadores de la verdad; así como en otra época se hubiera entregado a la verdad que ahora, no sabe por qué, tanto odia. Tiene la misión de sostener la verdad y de gozar lo que ésta produzca, sea gloria o desprecio; así, su puesto en la existencia está asegurado (incluso, las decepciones y gozos no le causan ningún furor a menos que los propietarios de la verdad que defiende lo consideren). Se ha automatizado en el amor a la vida.

Pero hay también hombres raros en el mundo que no se sienten agradecidos con la vida; seres sin disposición para continuar con la farsa que es la persecución de un fin cualquiera, a quienes —atraídos por la inactividad— les complacería no haber nacido, pues por dicha condición no les resta más que inclinarse ante una de esas dos terribles fechorías que es el bien o el mal.

Emil Michel Cioran —siempre tentado a burlarse hasta de sí mismo—, para confundir al lector que encuentra en él alguna nueva clase de profeta, escribió sobre la situación incómoda que depara el nacimiento:

Con excepción de algunos casos aberrantes, el hombre no se inclina hacia el bien: ¿qué dios le impulsaría a ello? Debe vencerse, hacerse violencia, para poder ejecutar el menor acto no manchado de mal. Cada vez que lo logra, provoca y humilla a su creador. Y si le acaece el ser bueno no por esfuerzo o cálculo, sino por naturaleza, lo debe a una inadvertencia de lo alto: se sitúa fuera del orden universal, no está previsto en ningún plan divino. (Cioran, 1979: 9)

Por el tono de la escritura, puede parecer que Cioran pretendía hacernos creer que él era uno de esos cuantos casos aberrantes que no se dedicaban a la propagación del mal. No es el caso. Y de no saber que en todo momento se quería matar, podríamos creer que se trataba de uno esos pensadores delirantes que consideran necesario el sufrir las calamidades de luchar contra un dogma o una ideología, y no de uno que simplemente imploraba no haber nacido.

La obsesión del nacimiento, siempre presente en los escritos cioranescos, irrita tanto al lector que incluso hubo quienes (obligados por la creencia de que la idea encierra absolutos que se deben seguir ciegamente) le preguntaron, con toda humildad, por qué no se mataba. Cioran, irónico y lúcido, en lugar de cuestionar el porqué de ese deseo mórbido de ver morir a alguien por lo que piensa, se contentaba con no reprochar y admitir la siempre manifiesta bondad de todos. Mientras su pensamiento asfixiaba a otros, a él por el contrario le fascinaba, por saber que el hombre aún podía ser sacudido de sus viejas, pero eternas, creencias.

Me destruyo a mí mismo y así lo quiero; mientras tanto, en ese clima de asma que crean las convicciones, en un mundo de oprimidos, yo respiro; respiro a mi manera. ¿Quién sabe? Quizá un día conozca usted el placer de apuntar a una idea, disparar contra ella, verla yacente, y después volver a empezar este ejercicio con otra, con todas […] encarnizarse contra una época o contra una civilización […] volverse después contra uno mismo, torturar vuestros recuerdos y vuestras ambiciones y, corroyendo vuestro propio aliento, tornar pestilente el aire para asfixiarse mejor; un día quizá conozca usted esta forma de libertad, esta forma de respiración que libera de sí mismo y de todo. Entonces podrá usted dedicarse a cualquier cosa sin adherirse a ello. (Cioran, 1996: 46)

Pero parece que el diletantismo no es propio de la especie, al hombre le es más fácil decidirse por una rebelión en nombre de cualquier Iglesia o policía que gastar su tiempo en un no muy aconsejable destronamiento de ideas; no tiene tiempo que perder a la hora de proponer sus sueños paradisíacos (y si no los tiene, pues tendrá que admitir la necesidad de ellos). Todo sea para que no le quede tiempo de pensar en el deseo de haber sido abortado o en el suicidio. “Cada uno espera su momento para proponer algo: no importa el qué. Tiene una voz: eso basta. Pagamos caro no ser sordos ni mudos” (Cioran, 1991: 22)

La importancia de la lectura de Cioran radica en que no es necesario hacerla; es decir, la desdicha en el mundo no se encuentra husmeando en la obra de autores denominados: nihilistas, misántropos, o malditos, se halla en nuestro camino y cada uno decide si la acepta o se hunde en el anonimato de su aburrimiento. Y es que el aburrimiento, por el miedo que inspira, es preferible evitarlo; y ello sólo se logra mediante la adhesión a las mejores formas de vida que ha inventado el hombre, y si no, promoviendo filosofías bobas. “¿No sería la historia en última instancia el resultado de nuestro temor al aburrimiento, ese temor que nos hará siempre amar lo picante y lo novedoso del desastre, y preferir cualquier desgracia al estancamiento?” (Cioran, 1992: 151)

La mayoría de los hombres consideraría penoso aceptar que se aburre, pues ello implicaría admitir que la vida no es, precisamente, lo mejor que puede ocurrir. Y si lo acepta, siempre querrá compartirlo, con la intención de que otros le ayuden a salir de tremenda situación. Los que lo auxilien, siempre muy generosos, le darán como antídoto a Dios, la religión, la fraternidad con los hombres o, en el peor de los casos, ofrecerán la amistad, dado que en el mundo todavía no hay quien acepte que el aburrimiento y el hastío, la ociosidad en sí misma, le asientan bien al hombre. Además, siempre existirá la posibilidad de confundir no amor a la vida con resentimiento hacia ella. “Es un error creer que hay una relación directa entre sufrir reveses y encarnizarse contra el nacimiento. Esta animosidad tiene raíces más profundas y más lejanas, y sucedería aunque no hubiera ni la sombra de su reproche contra la existencia. Incluso es más virulenta en cuanto más pródiga es la suerte.” (Cioran, 1998: 24) Aunque es raro que el hombre sienta un terrible desprecio por el nacimiento, la llaga siempre está allí; no causa estragos porque el problema de nacer sólo se soluciona con el suicidio, y no es muy probable que el hombre desprecie la imagen que tiene de sí mismo.

Es necesario sentir un terrible desprecio, o si se prefiere “inaprecio” —como sugiere Clemente Rosset a propósito del descontento de Cioran—, por la vida para poder estar en ella sin caer en la tentación de creer que los hechos personales cumplen la función de saciar ese terrible suceso catastrófico que es el nacer. Siempre agradecido por estar vivo, el hombre busca sin cansancio rendir tributo a la existencia; no importa si con sus obras la desacredita. Ya sea matando o exigiendo la condena a muerte, la necesidad siempre es la misma: la matanza. No hay peor placer que el sentir cómo las acciones propias, por funestas que sean, nos conducen hacia lo que consideramos verdadero.

Pareciera que lo designado como vida no es más que el veredicto de unos cuantos canallas víctimas del miedo a sí mismos, de aquellos que sienten un profundo rencor por estar vivos (no por nacer, pues, sólo condenan lo que ya está hecho porque quisieron modificarlo; el nacer carece de importancia). ¿Acaso la existencia no es el desarrollo de las pesadillas de unos lunáticos sedientos de lo peor? ¿Ese delirio renovado que se llama amor a la vida no procede acaso de ese sentimiento de exilio que tiene el hombre en la existencia? Lo cierto es que probablemente sólo los idiotas tengan amor a la vida o quienes han perdido todo lazo de afecto por ese estupendo mal que es el nacimiento.

En su mayoría, los hombres han nacido para solucionar el terrible hastío de estar vivos. A nadie le emociona existir sólo para sentir el dolor de haber nacido o para vigilarse en el lento, pero seguro, camino hacia la extinción. La empresa que exige la restauración del orden (del que, por supuesto, no tenemos siquiera memoria) sigue generando más locos deseosos de aniquilar la vida que alegres hedonistas pregoneros de la ociosidad, ya sea ilusionados por encontrar el antídoto contra el mal atroz del nacimiento, ya sea simplemente por no tener nada mejor que hacer, incluso por mandato divino o por creer que se tiene capacidad para ello. Algunos se congratulan en la construcción de artefactos que no ayudan más que para engañarse a sí mismos; otros se pierden en la inmoralidad de no se sabe qué conclusión de horribles silogismos; los otros, no muy lejos del gusto por la matanza, pasan su miserable existencia en la lucha encarnecida contra un dogma o una ideología. Los más, con mayor suerte, jamás se dan cuenta de la espantosa condición de ser hombres; el tenebroso devenir no los amedrenta: ellos tienen asegurada la felicidad. No más aptos que los animales para buscar la verdad, se unirán a feroces batallas en nombre de palabras sólo inteligibles en la medida en que convergen con el más asqueroso sustantivo jamás encontrado (por demás el mayor de los peligros para la raza humana): la convivencia, como si no fuera suficiente con estar condenados a sufrirla.

Pero dejemos de lado esta posible clasificación del hombre basada en la capacidad —que tanto le ha costado obtener— de ilusionarse hasta con la mayor de las fechorías: la propia vida. Mejor será tratar de entender por qué el hombre, en la búsqueda de la solución del nacimiento, se ha detenido en la fabricación de poderosos paliativos que hacen cada vez más indeseable el estar vivos.

Desde la promulgación del mundo ideal hasta la absurda idea de que el hombre podría convertirse en algo mejor de lo que es, pasando por la gloriosa teoría de un futuro luminoso en ultratumba tras el sufrimiento de la vida; y tomando en cuenta a todos los que odian al hombre, a quienes lo aman y a quienes basan su esperanza en que no haya nada seguro (sólo la seguridad de ellos), la búsqueda es la misma: establecer el paraíso sobre la tierra, con la forma que sea; sin necesidad de convencer a la mayoría y con la esperanza de que el desplome propio sea pagado en otra vida o, bien, genere una pesadilla que sea sufrida hasta por el más mínimo seguidor de los caminos que conducen a la maldad. Nadie puede, hasta la fecha, hablar de la total nulidad de sus labores cotidianas.

El hombre ha sido generoso con la existencia y le ha fabricado un sinnúmero de teorías de redención, que han desencadenado un pavoroso miedo a la vida. Se nace con una tremenda pasión por buscar el sentido de la vida, y como si de un juego macabro se tratara se elige una salida y se muere implorando no haber errado. Pero, ¿qué hacer si, como E. M. Cioran, se siente la incapacidad de arremolinarse en torno a una idea? ¿Será la falta de aprecio por las ideas una forma más de generar ideas? ¿Será escasez de raciocinio o falta de inspiración? ¿O, simplemente, el no querer engendrar ideas responde a una vanidad que nace del creer haber encontrado la respuesta definitiva?

La obra de Cioran es una muestra de cómo se puede ceder voluntariamente a la suspensión del juicio; pero, como no surge de una posición que pretenda construir un sistema a partir de la no toma de partido, también se percibe en ella algo que podríamos llamar la caída en los abismos de la duda, pues no procede de una búsqueda, se ha caído bruscamente en ésta; y lo hace de forma placentera, gozando de esa capacidad de no decidirse por nada, que también caracteriza al hombre. Cierto es que la abstención ante lo que nos disgusta parece ser extraña a la condición humana, pero no por ello se trata de un mero accidente en los caminos que nos llevan a la desaparición de la especie humana.

Emil Cioran es de los pocos pensadores —si no es que el único— que goza los sinsabores de seguir los caminos hacia la duda: “El escepticismo que no contribuye a la ruina de la salud no es más que un ejercicio intelectual” (Cioran, 1986: 55). Ese escepticismo que, paradójicamente, goza y sufre Cioran no es el resultado de la fatiga intelectual ni es la respuesta definitiva al problema del nacimiento. La condena de nacer encuentra su liberación con el suicidio.

La tentación de existir, es decir, la necesidad de reconocimiento, que no es tal si no procede de un desenfrenado amor a la vida, encuentra el hastío. “El espíritu descubre la Identidad; el alma, el Hastío; el cuerpo, la Pereza […] Si el mismo espíritu descubre la Contradicción, la misma alma, el Delirio, el mismo cuerpo, el Frenesí, es para dar a luz nuevas irrealidades, para escapar a un universo manifiestamente invariable […]” (Cioran, 1991: 88)

El escepticismo de Cioran nace del encontrar demasiado cruel el sabor de las ideas. No se trata de una toma de partido originada por un resentimiento hacia lo que él hubiera querido que fuera el universo; no, se trata de una disposición orgánica a no poder decidirse, como si se tratara de un ser no hecho todavía para aparecer en las listas del tiempo, puesto que no goza de la desdicha de componer o reanimar el universo. “Toda mi vida he vivido con el sentimiento de haber sido alejado de mi verdadero lugar. Si la expresión ‘exilio metafísico’ no tuviera ningún sentido, mi existencia hubiera bastado para darle uno.” (Cioran, 1998: 78)

La existencia de este autor no careció por completo de megalomanía; sin ésta, el sentimiento de “no ser de aquí abajo” no le hubiera permitido rastrear, de la forma como lo hizo, los abismos sin salida que presenta la vida tras el contacto mismo con el nacimiento; antes, bien, se hubiera dedicado a la labor de visionario o a las payasadas místicas, como solía decir de la idea del superhombre nietzscheano. Le gustaba definirse como el estafador de abismos, porque gozaba de una perfecta salud escéptica —no tenía síntomas de ser calentado por el fuego de la idea: podía sentir el dominio de la idea del suicidio y, tras dominarla, no salir a reclamar un espacio en donde matarse; lo mismo le ocurría ante la esterilidad, la gozaba pero no solía alegrarse de ello, por el contrario se enfadaba consigo mismo por haber encontrado un punto fijo en la existencia.

Antaño imaginaba poder pulverizar el espacio de un puñetazo, jugar con las estrellas, detener la duración o maniobrarla a mi capricho. Los grandes capitanes me parecían grandes timoratos, los poetas, pobres balbuceadores; no conociendo en absoluto la resistencia que nos oponen las cosas, los hombres y las palabras, y creyendo sentir más de lo que el universo permitía, me entregaba a un infinito sospechoso, a una cosmogonía surgida de una pubertad incapaz de concluir […] ¡Qué fácil es creerse un Dios por el corazón, y que difícil serlo por el espíritu! ¡Y con qué cantidad de ilusiones he debido nacer para perder una cada día […]! Y por haber querido ser un sabio como nunca hubo otro, sólo soy un loco entre los locos […] (Cioran, 1991: 142)

¿Quién tras el contacto con el absoluto que encierra nuestra nada no ha optado por jugar al filósofo, al teólogo, al propagandista del sentido de la vida? En la obra del pensador rumano-francés, sin embargo, esa miseria de ser que nos ha tocado padecer carece, en lo absoluto, del gusto paradisíaco de ejercer una profesión, de saborear las mieles del reconocimiento. Se está en el universo para testificar lo horroroso del estar vivo; el resto, los asuntos relacionados con la desdicha o con la dicha, con la infelicidad o con la felicidad, se reserva para las vidas de héroes o de pobres diablos hambrientos de enjuiciar al hombre.

Pero Cioran no era el juez que dictaminaba en contra de los hombres porque éstos hubieran pactado con la idea de progreso; él bien sabía que no tenían otra alternativa, pues el suicidio no es patrimonio universal. Lo que se le antojaba era que el universo jamás hubiese sido creado; pero, como ello no es posible, mínimo se habría conformado con que el hombre no hubiera aparecido como lo hizo: con un deseo desesperado de llenar el vacío a su alrededor con una sarta de tonterías, pues el universo ya está hecho de cualquier forma, y no hay que preocuparse por la posibilidad de cambiarlo o trasformarlo.

De hecho, no hay modo de saber por qué la idea de progreso es tan satisfactoria para la humanidad. Todos estos amantes de la idea de que la condición humana se perfeccione jamás hubieran opinado que era mejor no nacer (lo que le asienta más al hombre que está en constante búsqueda de mundos), ni siquiera hubieran podido explicar para qué mejorar o qué es posible fuera de esas descargas de megalomanía sedientas de acabar con un régimen imperante (o si proponían sólo para registrar sus nombres en los libros de historia, o si deseaban demostrar simplemente sus veleidades, o si tal vez querían lograr progreso en las ciencias psicoanalíticas). Lo más probable es que no se pudieran explicar incluso ni a sí mismos, de dónde brotaron ideas tales ni el destino que tomarían. Tal vez sí sospechaban la sangre que salpicarían, con la satisfacción de que algo mejor resultaría; pero, en sí, el carácter sanguinario de toda propuesta lo ignoraban, pues sus obras trataban del desconocimiento de sí mismos.

La obra de Cioran trata, en todo momento, de la insatisfacción de saber quién se es; no expone un cúmulo de ideas para fascinar mentes sedientas de destrucción; más bien, manifiesta la insatisfacción aparecida tras haber creído ciegamente en una idea y, lo peor, el horror engendrado tras el desenamoramiento de ésta, ya que el hombre para vivir tranquilo necesita saber que no está equivocado por completo. Al respecto, Cioran comenta sobre aquel episodio fatal que soportó-disfrutó en su juventud: el insomnio. Tras un periodo largo de no poder dormir, un día, después de haber recorrido las calles de su pueblo natal, el pensador llega a su casa y le dice a su madre que no puede más, ante lo cual ella le contesta: “Si hubiera podido prever tus sufrimientos interiores, no te habría traído al mundo”. (Cioran, 1997: 141) Para él, esa respuesta fue de lo más reconfortante: “[…] me dije: eres el fruto del azar. No eres nada” (Ibid.).

A los buscadores de la verdad la anécdota anterior no les proporciona nada; a las mentes catastróficas les colma de encanto el saber que son necesarias para poder equilibrar las cosas, si ni la existencia las pudo parar; al resto le podrá producir risa y nada más —siempre sin apartar la mirada del puesto que le corresponde en el mundo—. Pero como, desafortunadamente, la vida es más que dos posturas reconfortantes (desafortunada porque si no fuera por esa doble toma de partido no tendría por qué estar escribiendo lo que ahora escribo, y los filósofos no tendrían más que debatir), es muy necesario comentar la anécdota.

El motivo de nacer es proporcionar dicha a los genitores, después viene la horrorosa verdad de saber que estamos condenados a la procreación; el resto es una verdad de Perogrullo: se necesita adquirir un puesto en el mundo. Pues bien, la anécdota, para empezar, desacredita la existencia. ¿Quién prefiere no nacer a nacer? ¿Quién desea que quienes están por venir al mundo ya no tengan algo más que agregar a la fastidiosa vida? ¿Quién se atreve a agradecer a los genitores por haber pensado y disfrutado la idea de no traernos al mundo? Y lo que resulta más alarmante —no porque nazca del pánico o de la satisfacción tras una mala jornada—: ¿quién se siente innecesario en el mundo? ¿Quién anhela la muerte en pleno estado de dicha?

Pensar en la muerte es un estado de no amor a la vida; querer suicidarse es rechazar el nacimiento. Se puede objetar, sin embargo, que para efectos de misantropía no hay mayor progreso. Ahora bien, el reposo que sobreviene después de la entrega sin control a los delirios de la idea puede engendrar un desprecio absoluto hacia las propias ideas o hacia el mundo que no se pudo cambiar, lo cual le hace pensar al individuo que merece la muerte por no haber puesto más de sí en la empresa (o la de quienes no pudieron ser convencidos). En materia de delicias humanas, es decir, en la propagación del terror por medio de ideas, no se agrega nada nuevo.

El hombre nació para sentir un desprecio tan enorme por sus semejantes que cualquier reflexión en torno a ello parece un intento por mostrar la caricatura en que se ha convertido ese ser tan fastidioso. Cioran consideraba que la construcción de la ciudad ideal sería posible si murieran todos los vecinos que despreciamos. Pensamientos de esta índole pueden parecer producto de la imaginación, sentencias centelleantes que atraen al lector por su delirio; sin embargo, éstos quedarían fácilmente aniquilados al pedirse un fundamento o la aprobación de la mayoría.

La muerte, pensaran los partidarios de la idea del progreso de la historia universal, es algo tan inevitable como la vida. Dirán que no se puede avanzar hacia lo mejor, hacia lo verdadero, si no hay errores enmendables en el camino, es decir, la muerte de unos cuantos miles, o millones, o uno; la cantidad no importa, lo verdaderamente significativo son los progresos logrados, esto es, la cantidad saciada de rencor para con lo ya establecido.

Pero de lo que no se puede ni se debe hablar es de que ese deseo oculto de muerte rechaza, en lo profundo, la idea del suicidio —aún no es concebible la idea de que, antes que pedir la muerte de otros o la propia, es preferible matarse. En el deseo no saciado de muerte siempre está presente la ideología, la necesidad humana de mejorar, el poder argumentativo para justificar las acciones. No se puede desear la muerte, de otros y la propia, accediendo a la idea de que uno hubiera querido hacerlo con la propia mano, ya que sería como aceptar que uno es malo. Por fuerza, para poder matar, hay que saber que se atienden designios divinos, que se nació para testificar y defender lo bueno, para defender la causa de ese Dios que se atrevió a crear (no en vano Cioran denunciaba el carácter religioso de toda empresa realizada o en vías de realizarse).

Alguien completamente bueno nunca se resolverá a quitarse la vida. Esta proeza exige un fondo —o restos— de crueldad. El que se mata hubiera podido, en ciertas condiciones, matar: suicidio y asesinato son de la misma familia. Pero el suicidio es más refinado, en razón de que la crueldad hacia uno mismo es más rara. Más compleja, sin contar que se le añade la embriaguez de sentirse triturado por la propia conciencia. El hombre de instintos comprometidos por la bondad no interviene en su destino ni desea crearse otro; sufre el suyo, se resigna y continúa, lejos de la exasperación, de la arrogancia, de la malignidad que, en conjunto, invitan a la autodestrucción y la facilitan. La idea de apresurar su fin no le roza en manera alguna, tan modesto es. Se precisa en efecto, una modestia enfermiza para aceptar morir de otra forma que por la propia mano. (Cioran, 1979: 74)

El hombre está ya tan acostumbrado a vivir, que la muerte le resulta extraña. Mata porque obedece a un impulso ancestral que lo obliga a mejorar las cosas; pero que mate porque es un ser vil, cargado de un deseo mezquino de venganza por no haber sido el arquitecto del universo, es inaceptable, incluso una mera invención.

Cioran detesta el nacimiento porque sólo de esa manera no se le puede culpar por no estar contento con la vida. Y ese descontento con la vida —entiéndase descontento porque no estaba interesado en cambiarla, y simplemente no le gustaba— no pecaba del deseo absurdo de querer conocerlo todo, ni tampoco de la arrogancia de creer que no podía conocerlo todo. Sabía que después de nacer, y por supuesto después de no querer cambiar nada (alguna vez le reclamaron por no participar, a lo cual respondió que no quería cambiar nada y declaró que lo consideraban modesto), se puede ceder a la respuesta definitiva de no querer ser hombre. “Frívolo y disperso, aficionado en todos los campos, no habré conocido más que el inconveniente de haber nacido.” (Cioran, 1979: 139)

Si Sócrates recomendaba el “conócete a ti mismo”, Cioran responde que no hay nada que conocer. Claro, en el orden práctico hay mucho que reclamar al hecho de que no haya nada que conocer. Fritz J. Raddatz, con la bondad que caracteriza a los protectores de las ideas, en una entrevista que mantuvo con Cioran le reclamó a éste el haberse sentido “contento y aliviado” por resultar indemne en unas radiografías que se había realizado. Cioran, sin perder la calma y a sabiendas de que el instinto de daño y muerte en el alma de los hombres no descansa un sólo minuto, le respondió: “Sí, pero valdría más que yo muriera de mi propia muerte”. Y, como Raddatz insistiera en el porqué no se dejaba morir, Cioran continuó: “es cierto, formo parte del lote, de esta locura. No puedo hacer otra cosa. También tomo el metro. Hago todo lo que hacen los demás” (Cioran, 1997: 129).

En materia filosófica, lo mismo da el sentirse honrado por el nacimiento que el sentirse ofendido; a no ser por la majestuosa diferencia de que quien adora la vida (o simplemente está complacido con ésta) puede, sin querella, participar en cualquier obra, desde el asesinato hasta la piedad; y el que la odia no está dispuesto (o, mejor dicho, está desganado) a contribuir con el escandaloso ardid de mejorar lo que ya sin escrúpulos está predispuesto: nacer. “En este mundo, nada está en su sitio, empezando por el mundo mismo. No hay que asombrarse entonces del espectáculo de la injusticia humana. Es igualmente vano rechazar o aceptar el orden social: nos es forzoso sufrir sus cambios a mejor o a peor con un conformismo desesperado, como sufrimos el nacimiento, el amor, el clima, y la muerte.” (Cioran, 1991: 57)

Habrá quien considere que los pensamientos de Cioran son una mezcla de odio y desesperanza; otros pensarán que son producto de una mente enferma de homicidio; la gran mayoría tratará de verlos con una particular subjetividad. En todos los casos, lo anterior sólo es un intento de ignorar lo que el texto dice, porque si algo tiene de irremediable la obra cioranesca es que su desencanto, como decía Fernando Savater, se contagia.

La lectura de este autor puede parecer negativa, pues la idea de que nacer es el verdadero error no suele caernos mucho en gracia. Además, como solemos poner toda nuestra ínfima porción de ser para engrandecer lo que nos gusta y para luchar contra lo que no, cuando una postura nos parece subjetiva tendemos a tornarla objetiva, porque nos parece que, de cualquier manera, quien no ama la vida irremediablemente siente el vacío moral que sólo se colma con el deseo de hacer el mal. Pero, como Cioran partía de la fórmula de que nada tiene sentido, amablemente contestaba a todos aquellos que insistían en hacerle entender que podía padecer el dominio de sus propias ideas: “[…] yo nunca he creído de verdad en cosa alguna. Eso es muy importante. Nada hay que yo me haya tomado en serio. Lo único que me he tomado en serio ha sido mi conflicto con el mundo. Todo lo demás no es nunca para mí sino un pretexto” (Cioran, 1997: 137).

Él mismo pensaba que con el paso del tiempo su existencia no aportaría nada a lo que está ya siendo, a lo que será el hombre: “Conversación con un sub-hombre. Tres horas que hubieran podido convertirse en un suplicio si no me hubiera repetido sin cesar que no perdía el tiempo, que al menos tenía la oportunidad de contemplar un espécimen de lo que será la humanidad dentro de algunas generaciones […]” (Cioran, 1987: 77).

Emil M. Cioran, como pensador lúcido, no puede soslayar la denuncia de la fragilidad de la vida; no pertenece a esa raza de pensadores que, aún cuando ve el desplome total de las empresas humanas, se aferra a una posible solución; él considera que es preciso aprender a vivir con nuestra nada para, así, detener el nacimiento de monstruos hambrientos de establecer el absoluto aquí abajo. En este sentido, apunta lo siguiente: “Una sola cosa importa: aprender a ser perdedor”. Su escritura, por tanto, no se complace en la fabricación de silogismos que por fuerza concluyan en la destrucción; ésta se trata de la aniquilación hasta del mismo lenguaje, de las operaciones que han facilitado el razonamiento. “Yo no he inventado nada, no he sido más que el secretario de mis sensaciones.” (Cioran, 1979: 72).

De cualquier manera la existencia no necesita ser conocida ni remediada. Lo único verdaderamente posible es encontrarle el sinsabor que desprende y el sinsentido que manifiesta. LC

Bibliografía

Cioran, Emil Michel (1979), El aciago demiurgo, Madrid, Taurus.
_____ (1986), Silogismos de la amargura, Barcelona, Tusquets.
_____ (1991), Breviario de podredumbre, Madrid, Taurus.
_____ (1992), Historia y utopía, Barcelona, Tusquets.
_____ (1996), La tentación de existir, Barcelona, Tusquets.
_____ (1997), Conversaciones, Barcelona, Tusquets.
_____ (1998), Del inconveniente de haber nacido, Madrid, Taurus.

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