“Filosofía y futuro” – Richard RORTY

Supongan que hemos reformulado nuestro mapa del universo o nuestras instituciones políticas o la idea que tenemos acerca del sentido de nuestra vida: hemos cambiado todo esto de forma que ahora parece muy superior a lo que teníamos antes. ¿Deberíamos decir entonces que hemos logrado una visión correcta del universo, de la política o de la vida (o al menos que tenemos un entendimiento más adecuado de estas cosas)? ¿O tal vez deberíamos decir simplemente lo que decimos de un traje nuevo o de un nuevo artefacto mecánico: que ahora tenemos algo que se ajusta mejor a nuestras necesidades? (Deberíamos intentar calibrar nuestros logros en relación a algo más que nuestro juicio presente y falible acerca de las ventajas e inconvenientes de lo nuevo sobre lo viejo? ¿O deberíamos decir que ese juicio es la única medida que vamos a tener?

Los ensayos de este volumen defienden esta última alternativa. En ellos sostengo que cuando encontramos una mejor teoría científica, cuando logramos una revolución socioeconómica exitosa o cuando adoptamos o perdemos cierta fe religiosa, no hay motivo para decir que esto nos ha acercado más a la manera en que las co- sas son realmente. Podemos prescindir de la imagen de unos seres humanos apartando apariencias engañosas para obtener un vislumbre de la realidad, y entrando de este modo en contacto con algo establecido y determinado que había estado ahí todo el tiempo. Nos irá mejor sin esa imagen.

En lugar de metáforas del acercamiento a algo distinto a nosotros mismos, deberíamos usar metáforas de expansión: de hacernos mayores y mejores. A medida que Newton reemplazó a Aristóteles y Einstein a Newton, nos hicimos personas mayores y mejores; personas que podían vincular más cosas, sintetizar más datos, registrar más fenómenos, proponerse y llevar a cabo más proyectos. En la medida en que una religión del amor ha reemplazado a una religión de la ley, hemos llegado a ser personas con mayor capacidad de simpatía. Tenemos menos tendencia a excluir, a prohibir y a anatematizar. Tenemos una mayor tendencia a aceptar o, por lo menos, a tolerar. A medida que emergemos del mundo de nuestros padres y entramos en el mundo constituido por la música, los libros, las películas y las modas de nuestra generación, ampliamos nuestro juicio acerca de nuestras posibilidades. Cuando nos enamoramos, nos volvemos seres humanos mayores y mejores: más libres, mas abiertos y más capaces de disfrutar. Cuando derrocamos a un tirano sucede lo mismo: se abren posibilidades que antes estaban cerradas. Nuestra imaginación se libera. Este contraste entre metáforas del cierre y metáforas de la expan- sión no debería identificarse con la diferencia entre buscar la verdad y buscar la libertad. Pues estas dos nociones solamente se contraponen si uno define una creencia verdadera como aquella que se corresponde con la realidad. Los filósofos pragmatistas de los que soy seguidor —William James y John Dewey— se mostraron de acuerdo con Hegel en que esta noción de «correspondencia» era una metáfora engañosa y carente de provecho. Dewey siguió el ejemplo de Hegel cuando dijo que tenemos que contemplar los avances morales e intelectuales no como acercamientos a una meta preexistente sino como un proceso de auto-creación: de obtener síntesis dialécticas siempre mayores y mejores, incorporarlas a la imagen que tenemos de nosotros mismos y de esa forma expandirnos.

Para los filósofos de la tradición pragmatista no hay un contraste entre obtener la verdad y obtener la libertad. Obtener cualquiera de ambas equivale simplemente a hacer el futuro humano más gran- de que el pasado humano, más grande en el sentido de crear seres humanos que puedan imaginar más y hacer más. En lugar del lema un tanto engañoso «la verdad nos  hará libres», deberíamos decir «nuestra capacidad para volver a describir las cosas con términos novedosos nos hará más ricos, complejos e interesantes de lo que éramos».

Decir que la verdad nos hará libres significa resucitar la imagen platónica según la cual nuestra proximidad a la realidad nos libera de las ataduras de la ilusión, el prejuicio y la superstición. Pero todo el provecho que nos pudo reportar esa imagen se puede obtener mejor oponiendo el pasado al futuro en lugar de oponer lo ilusorio a lo real. La ventaja principal de este cambio es que nos ayuda a descartar la pregunta irresoluble del escéptico: (cómo sabemos que los cambios recientes (de la ciencia, de la política, de la moral) nos llevan en la dirección correcta? En su lugar coloca la pregunta más práctica y manejable: (acaso las ventajas introducidas por los cam- bios recientes del modo en que pensamos las cosas superan a las pérdidas producidas por el abandono de nuestros viejos hábitos? Pero mientras supongamos que esta última pregunta se tiene que responder en relación a criterios previos, veremos poca diferencia entre las dos preguntas. Así pues, el cambio de metáforas que estoy proponiendo solamente será aceptable si abandonamos el presupuesto de que todo juicio racional consiste en la aplicación de algún procedimiento previamente acordado para identificar lo que es correcto creer o hacer (por ejemplo, una definición de «justo» o «bueno», o un algoritmo para elegir entre teorías científicas alternativas). La llegada del cristianismo, de la Ciencia Nueva del siglo XVII y las revoluciones democráticas de finales del siglo XVIII eran cambios que no cumplieron los criterios previamente conocidos de lo que es una buena religión, una ciencia buena ni una buena política. En cambio, hay que verlos como cambios de nuestro juicio acerca de lo que pueden ser la religión, la ciencia y la política. Cada uno de estos cambios ha ampliado nuestra imaginación. Los logros de esta clase establecen sus propios criterios. Crean el gusto por el cual serán juzgados. Hacen pedazos las barreras culturales y disciplinares, rompen la corteza de la convención y liberan energías encerradas. El cambio de metáforas para describir el progreso en la forma en que lo  estoy proponiendo comportaría renunciar a la idea de que hay algo que puede acercar a los seres humanos a lo correcto siempre que deambulan sin rumbo o eligen un camino incorrecto: algo como Dios, la realidad o la naturaleza humana. La discusión en la filosofía contemporánea entre aquellos que quieren renunciar a esta idea y quienes consideran esta renuncia «irracionalista» y «relativista» no debería entenderse como un desacuerdo teórico. No es cuestión de quién posee la razón o la verdad. En cambio, sí hay que entenderla como un desacuerdo práctico acerca de qué perspectiva filosófica tenga probablemente las mejores consecuencias generales. Los profesores de filosofía podemos enzarzarnos en interminables discusiones quisquillosas a favor o en contra de las teorías de correspondencia de la verdad, o bien a favor o en contra de la objetividad de los valores. No estaríamos haciendo nuestro trabajo si no discutiéramos estas cuestiones. Pero no es probable que estas cuestiones vayan a resolverse mediante algún consenso que surja entre los especialistas. Nuestros debates profesionales son más bien epifenómenos de cambios culturales más amplios. Su resultado nos será quitado de las manos por el conjunto de la cultura.

La oposición más militante al cambio de metáfora que recomiendo procede de filósofos como Daniel C. Dennett (cuyos puntos de vista discuto más adelante en «Spinoza, el pragmatismo y el amor a la sabiduría»). Estos filósofos ven una gran diferencia entre la búsqueda de la certeza (que supuestamente ha de encontrar su paradigma en la ciencia empírica) y la «simple» conversación (que consideran la segunda mejor  alternativa,  característica del  estudio  literario). Sin embargo, desde mi punto de vista, la distinción entre investigación y conversación es una cuestión de grado: del grado de acuerdo previo acerca de lo que se persigue. Lo llamaremos «investigación» si de antemano ya existe un acuerdo importante acerca de lo que se considera un resultado satisfactorio. Lo llamaremos «conversación» si consideramos como objeto de conversación los criterios mismos para juzgar si un resultado es satisfactorio. Los filósofos como Dennett no solamente ven una diferencia cualitativa entre la investigación y la conversación, sino que ven a los investigadores como paradigmas morales y a los «simples» conversadores como personajes ligeramente sospechosos. Consideran importante ceñirse a la metáfora de «estar en lo cierto» porque les parece una debilidad moral reemplazarla por el ideal de «volver a describir las cosas de una forma más imaginativa».

No cabe duda de que la investigación difiere de la conversación, porque los investigadores saben de antemano lo que están buscando y por eso se someten a unas restricciones de las que la conversación está libre. P,ero el reconocimiento de estas restricciones no es un signo de superioridad moral. No es más que una apreciación adecuada de los requisitos de la tarea en curso. El poeta que insiste en escribir dentro de las restricciones del soneto petrarquista no es moralmente superior al escritor de verso libre, así como tampoco el científico que trabaja en un laboratorio y se somete al protocolo de la investigación es moralmente superior a1 físico teórico y despreocupado que se pasa el tiempo imaginando «teorías acerca de todo». Las restricciones son útiles para ciertos propósitos y no lo son para otros. A veces se logra un progreso estableciéndolas con rigidez y a veces librándose de ellas.

La idea de que la obediencia a unas restricciones previas explícitas es superior a crear las propias restricciones a medida que uno avanza es, por supuesto, la que prevalece en la filosofía moral y en la filosofía de la ciencia. A los rigoristas kantianos de la ética les encanta señalar horrores morales e inferir de ellos la necesidad de unos criterios absolutos e incuestionables acerca de lo que está bien y lo que está mal. Sus oponentes —los utilitaristas como Mill y los pragmatistas como Dewey— dicen que el progreso moral no es cuestión de una obediencia mayor a criterios previos sino más bien de redescribir la situación a la que se aplican los criterios.

Kant podía ver la masturbación y la sodomía como escándalos mórales, pero nosotros no podemos, aunque seamos tan absolutistas como él en lo concerniente a la tortura. Kant podía pensar que las mujeres carecían de las facultades necesarias para que puedan aplicar la ley moral a sí mismas, pero nosotros no. Consideramos los cambios recientes de actitud hacia las mujeres, los gays y las lesbianas como avances morales, pero resulta difícil considerar dichos cambios como resultado de una obediencia creciente a principios racionales ahistóricos o mandamientos morales integrados en la mente humana. En el ensayo de este libro titulado «La justicia como lealtad ampliada» defiendo que pensemos el progreso moral como el tipo de cambio en la identidad moral que nos permite ver a gente cada vez más distinta como miembros de nuestra comunidad moral: como «iguales a nosotros» en aspectos moralmente relevantes. Establezco una analogía entre esta ampliación de la compasión moral y el tipo de ampliación de perspectiva que determina el progreso intelectual, incluso en las llamadas ciencias «duras». Quiero disminuir las diferencias entre la física y la ética señalando las semejanzas entre la audacia de Newton a la hora de describir la trayectoria de los proyectiles balísticos y las órbitas planetarias como ejemplos del mismo fenómeno y la audacia de Jefferson al proponer una política en la que el credo religioso fuera irrelevante para la ciudadanía. (Es famosa la afirmación de Jefferson: «No me causa ningún daño que mi vecino crea en veinte dioses o en ninguno».) En la medida en que podamos dejar de pensar que Newton estaba en lo cierto y Jefferson no, podemos empezar a describir el progreso moral e intelectual en los mismos términos.

El lector puede preguntarse si realmente importa que describamos estas dos clases de progreso con los mismos términos o con términos distintos. ¿Acaso un cambio de metáforas como el que describo en el presente volumen tiene alguna relevancia? No puedo estar seguro de la respuesta. Tal vez los ensayos de este libro sean simples tormentas minúsculas en un vaso de agua académico más bien modesto. ¿Pero quién sabe? A veces, ideas que empiezan como tormentas en vasos de agua tienen consecuencias considerables, para bien o para mal. Me gusta pensar que la perspectiva filosófica que sugiero es una  extensión  natural  del proceso  de secularización que empezó en el Renacimiento y se aceleró en el siglo XVIII. La secularización ha incrementado la felicidad humana. Podría producirse un aumento todavía mayor si la perspectiva pragmatista de la verdad se convirtiera, primero, en la sabiduría convencional entre los intelectuales y, al cabo de unos cuantos siglos más, en parte del sentido común.


RORTY, Richard, Filosofía y futuro. Trad. de Javier Calvo y Angela Ackermann. Barcelona: Gedisa, 2002.

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