TRIPTICUM, 23 de abril 2022
Sé que no leerás esta carta y que tan solo el milagro de la resurrección podría alterar el curso de las cosas. Así que este escrito será como lanzar una triste confesión al oído de la almohada o un suspiro al sordo batir de las olas del mar. Nunca recibiré ningún sobre con la dirección de tu humilde y tan liliputiense buhardilla de París. ¿Así que para qué esforzarse en escribir si no tendré más tarde tu voz, si cada palabra que tecleo es solo un perseverar en otro aburrido y obsesivo monólogo más? ¿Para qué hablarle toda la verdad al vago recuerdo de los muertos, para qué inventarte y rejuvenecerte, para qué fingirte ojos claros, orejas y algo más que una sucia pila de larvas y huesos?… ¿Para qué susurrar o gritar hoy mi amor a la dura y áspera y afilada piel de las piedras enterradas en la nieve?
Tú dijiste que en los límites de la soledad solo se puede dialogar con dios y que en cada uno de tus libros entablas una encarnizada e insolente discusión con él. Quizá en ese último tramo de la soledad no solo asoma el divino rostro del creador, sino las añoradas siluetas de todos esos seres que un día amenizaron las olvidadas meriendas del verano o aquellos bestiales atracones navideños en un salón que poco a poco fue quedándose sin caras, sin música, sin voz. Los abuelos que aún recordaban tu nombre y el inconfundible color de tus ojos, las mamás que aún sonreían en la mañana al tibio calor del sol o los primeros amigos de la infancia que capitaneaban una tripulación de piratas andrajosos y borrachos a lo Jack Sparrow o que buscaban entre las monótonas piedras del patio de recreo el brillo de la famosa piedra filosofal. Con estos antepasados dialogo cuando marcho a nadar a solas al muelle. Siempre cierro los ojos para que no se irriten de sal o de mirar fijamente la luz del sol y dejo que mi pálido cuerpo vapuleado por las olas imite a las esponjosas estrellas de mar o a la pose del Cristo en la cruz. Visto de lejos, desde la cafetería de Alberto, parecería un retrato romántico de la soledad del hombre ante los paisajes vastos y despoblados de la naturaleza: el mar, el desierto, la estepa, el cielo, la noche…
«Cambiaría todos los paisajes del mundo por el de mi niñez»
Quizá corro el riesgo de aburrirte con estas torpes divagaciones. Ya sabes que carezco del don de la elocuencia y del culto a la sutileza propia del escritor de genio. Pero me consolaría saber que mis letras invocan bostezos y te liberan del que para ti fue el peor de los males: el insomnio. Esa tara de la consciencia que te desveló la inanidad universal y que alimentó tu megalómana pretensión de ser el hombre más lúcido del universo. Parece que en esas noches blancas prefigura tu grandilocuente destino de pensador que aspira al más crudo desengaño y, sobre todo, a averiguar cuáles son los íntimos deseos o temblores que fundan cualquier acción humana. Sed de venganza, vanidad, histeria o ambición ilimitada son tres rasgos que presumías identificar en un segundo (la razón por la que admiraste desde tu adolescencia a Shakespeare). Y presiento, quizá sin agudeza, que la aparente misantropía de tus obras se debe a esa obsesión por rastrear las firmes huellas del diablo que tan adentro te castigó con la eterna vigilia.
Recuerdo que alguna vez dijiste, no sin incurrir en tu habitual culto a la exageración, que este mundo solo puede ser obra de la cruenta fantasía del Príncipe de las Tinieblas o de un demiurgo sádico, malicioso y chapucero. Ese origen fatal justificaría la idea del pecado original y la condena de la humanidad a ansiar vivir sin fatigas en un universo paradisíaco aún sabiendo que el mal es igual de incurable que el soñar, generación tras generación, con lo imposible.
Cauterizar la herida
Me entusiasma saber que no fuiste ningún tipo enfurruñado, un exiliado rumano de capa caída, que decidió aislarse en una cabaña del bosque con un gatito negro llamado Baudelaire y un cuervo disecado y tuerto llamado Poe. Una imagen que podría deducir cualquier lector apresurado y prejuicioso del autor que escribe la obra, ya que alguien que publica Del inconveniente de haber nacido, En las cimas de la desesperación o Silogismos de la amargura no promete ser la alegría de la huerta. Pero si aceptamos que solo escribiste por urgencia vital y bajo el influjo de la depresión todo adquiere otro color. Vale la pena citar tus palabras: «Mi obra (aunque esta palabra me da ganas de vomitar) apareció por razones médicas, terapéuticas. Si he estado escribiendo siempre el mismo libro, al margen de las mismas obsesiones, es porque me di cuenta de que eso representaba una liberación para mí. En realidad, escribí por necesidad. La literatura, la filosofía, ¿qué se yo? Para mí únicamente han sido un pretexto. Lo importante es que el hecho de escribir fue una terapia».
Sé que no leerás esta carta y que tan solo el milagro de la resurrección podría alterar el curso de las cosas. Así que este escrito será como lanzar una triste confesión al oído de la almohada o un suspiro al sordo batir de las olas del mar. Nunca recibiré ningún sobre con la dirección de tu humilde y tan liliputiense buhardilla de París. ¿Así que para qué esforzarse en escribir si no tendré más tarde tu voz, si cada palabra que tecleo es solo un perseverar en otro aburrido y obsesivo monólogo más? ¿Para qué hablarle toda la verdad al vago recuerdo de los muertos, para qué inventarte y rejuvenecerte, para qué fingirte ojos claros, orejas y algo más que una sucia pila de larvas y huesos?… ¿Para qué susurrar o gritar hoy mi amor a la dura y áspera y afilada piel de las piedras enterradas en la nieve?
Tú dijiste que en los límites de la soledad solo se puede dialogar con dios y que en cada uno de tus libros entablas una encarnizada e insolente discusión con él. Quizá en ese último tramo de la soledad no solo asoma el divino rostro del creador, sino las añoradas siluetas de todos esos seres que un día amenizaron las olvidadas meriendas del verano o aquellos bestiales atracones navideños en un salón que poco a poco fue quedándose sin caras, sin música, sin voz. Los abuelos que aún recordaban tu nombre y el inconfundible color de tus ojos, las mamás que aún sonreían en la mañana al tibio calor del sol o los primeros amigos de la infancia que capitaneaban una tripulación de piratas andrajosos y borrachos a lo Jack Sparrow o que buscaban entre las monótonas piedras del patio de recreo el brillo de la famosa piedra filosofal. Con estos antepasados dialogo cuando marcho a nadar a solas al muelle. Siempre cierro los ojos para que no se irriten de sal o de mirar fijamente la luz del sol y dejo que mi pálido cuerpo vapuleado por las olas imite a las esponjosas estrellas de mar o a la pose del Cristo en la cruz. Visto de lejos, desde la cafetería de Alberto, parecería un retrato romántico de la soledad del hombre ante los paisajes vastos y despoblados de la naturaleza: el mar, el desierto, la estepa, el cielo, la noche…
«Cambiaría todos los paisajes del mundo por el de mi niñez»
Quizá corro el riesgo de aburrirte con estas torpes divagaciones. Ya sabes que carezco del don de la elocuencia y del culto a la sutileza propia del escritor de genio. Pero me consolaría saber que mis letras invocan bostezos y te liberan del que para ti fue el peor de los males: el insomnio. Esa tara de la consciencia que te desveló la inanidad universal y que alimentó tu megalómana pretensión de ser el hombre más lúcido del universo. Parece que en esas noches blancas prefigura tu grandilocuente destino de pensador que aspira al más crudo desengaño y, sobre todo, a averiguar cuáles son los íntimos deseos o temblores que fundan cualquier acción humana. Sed de venganza, vanidad, histeria o ambición ilimitada son tres rasgos que presumías identificar en un segundo (la razón por la que admiraste desde tu adolescencia a Shakespeare). Y presiento, quizá sin agudeza, que la aparente misantropía de tus obras se debe a esa obsesión por rastrear las firmes huellas del diablo que tan adentro te castigó con la eterna vigilia.
Recuerdo que alguna vez dijiste, no sin incurrir en tu habitual culto a la exageración, que este mundo solo puede ser obra de la cruenta fantasía del Príncipe de las Tinieblas o de un demiurgo sádico, malicioso y chapucero. Ese origen fatal justificaría la idea del pecado original y la condena de la humanidad a ansiar vivir sin fatigas en un universo paradisíaco aún sabiendo que el mal es igual de incurable que el soñar, generación tras generación, con lo imposible.
Cauterizar la herida
Me entusiasma saber que no fuiste ningún tipo enfurruñado, un exiliado rumano de capa caída, que decidió aislarse en una cabaña del bosque con un gatito negro llamado Baudelaire y un cuervo disecado y tuerto llamado Poe. Una imagen que podría deducir cualquier lector apresurado y prejuicioso del autor que escribe la obra, ya que alguien que publica Del inconveniente de haber nacido, En las cimas de la desesperación o Silogismos de la amargura no promete ser la alegría de la huerta. Pero si aceptamos que solo escribiste por urgencia vital y bajo el influjo de la depresión todo adquiere otro color. Vale la pena citar tus palabras: «Mi obra (aunque esta palabra me da ganas de vomitar) apareció por razones médicas, terapéuticas. Si he estado escribiendo siempre el mismo libro, al margen de las mismas obsesiones, es porque me di cuenta de que eso representaba una liberación para mí. En realidad, escribí por necesidad. La literatura, la filosofía, ¿qué se yo? Para mí únicamente han sido un pretexto. Lo importante es que el hecho de escribir fue una terapia».

Podría decirse que tu escritura fue como un civilizado exorcismo. Es decir, una ceremonia sin letanías latinas pronunciadas por un cardenal que abofetea a un rostro convulsionado con un crucifijo empapado en agua bendita. Por el contrario, tú solo requeriste un papel en blanco y un lápiz para expulsar a ese abatimiento que origina la melancolía o para derramar hasta vaciarte tu insaciable e incontenible amor por la vida, la mujer, la música, la amistad, los perros verdes, las caminatas, el otoño, la risa, las nubes, Macbeth o el sol de Ibiza. Pero creo (perdona mi indiscreta osadía) que fracasaste y que no dejaste de ser un amante que camufló, entre el silencio de cada irónico aforismo, el fervor de la poesía. Al abandonar el lápiz, regresaba tu sonrisa pícara y jovial y la insaciable curiosidad del niño de 6 años que entrevé un enigma en el humo que destilan los fogones de una cocina o en la coreografía de veinte palomas que vuelan, sin hablar, hacia una misma dirección escondida en algún rincón de un atardecer de octubre… [+]