“Cincelador de cenotafios” – Octavio PAZ

Revista Vuelta, México, nº 224, julio 1995

La muerte de Emil Cioran no me ha sorprendido: desde hacia más de un aflo estaba gravemente enfermo y su enfermedad era incurable. Pero la noticia me ha entristecido profundamente: la muerte, la esperada siempre, la puntual, es siempre inesperada. Conocí a Cioran cuando acababa de publicar su primer libro, hacia 1947. Fue en una reunión en el departamento de un amigo común en la que los únicos extranjeros éramos el, rumano, y yo mexicano. A los pocos minutos comenzamos a hablar de la literatura española, que él conocía bastante bien. Eran los años del apogeo de Sartre y del existencialismo; ante el asombro de algunos de los presentes Cioran señaló que ya antes de la guerra Ortega y Unamuno, desde distintas perspectivas, habían explorado los temas que encendían los debates de esos dtas: la libertad, la muerte, el tiempo, la filosofía como un saber vital enraizado en las circunstancias concretas de cada hombre. Nos hicimos amigos muy rápidamente. Desde nuestro primer encuentro nos vimos con frecuencia. Después dejé París pero la ausencia no nos separó: Cioran colaboró en Plural y en Vuelta y en cada una de mis visitas a París lo visitaba. Por eso su muerte nos afecta, a mí y a Marie-José, doblemente: la literatura ha perdido a un gran escritor y nosotros a un amigo muy querido.

En una época que ha hecho de la mentira una segunda naturaleza, la lucidez de Cioran cumplió una función primordial: limpiar nuestra mente de ilusiones funestas, crueles quimeras y telarañas intelectuales. Este pesimista, que revelaba la vanidad de todo lo que llamamos útil y necesario, nos ayudó, paradójicamente, a vivir: la inmensa utilidad moral de sus escritos consistió en ser el elogio de la inutilidad de nuestros esfuerzos para escapar de nuestro destino mortal. No nos hizo más felices pero nos enseñó a mirar de frente al sol de la muerte. Su pesimismo y su escepticismo nos hicieron más soportable la desdicha de haber nacido. ¿Y al escritor? En sus obras echo de menos las potencias solares y lunares, la alegría del mar, la irrupción de la primavera, la pasión y la sensualidad, el asombro ante la naturaleza y sus prodigiosas invenciones, ante el cuerpo y sus diarias revelaciones. Pero lo que escribió fue singularmente perfecto y durará. Sus aforismos y reflexiones poseen la concisión, la precisión y la luminosidad de los moralistas del gran siglo, como La Rochefoucauld: su filosofía —si se puede llamar filosofía a un pensamiento que está no antes sino después de los sistemas— colinda con los grandes nihilistas de la India, como Nagarjuna, y con Pirron, el silencioso sonriente Cioran, el rumano, reinventó el clasicismo francés del siglo XVII en pleno siglo XX. Fue un cincelador de cenotafios, un artista de la desesperación y un poeta del arte más difícil: el epitafio. Veo su obra como un esbelto mausoleo, un cubo negro y resplandeciente, que no encierra ningún cadáver sino algo por esencia indefinible: la vacuidad.


OCTAVIO PAZ
Revista Vuelta
Julio de 1995

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