A esta pregunta que, de un modo más o menos directo, se le formuló a Cioran en repetidas ocasiones, muchas de ellas no exentas de malicia, él respondió siempre que no se le había entendido bien. Nunca exhortó al suicidio ni hizo apología de este; de hecho, dijo todo lo contrario: que el pensamiento de que te puedes suicidar es lo que te ayuda a vivir, que «la vida es soportable exclusivamente con la idea de que puedes renunciar a ella cuando quieras». Esta noción —que debería ser siempre «el auxilio del hombre»— es una de nuestras ideas esenciales, que no puede ser considerada en absoluto consuntiva, sino exaltante y liberadora: «Me han preguntado por qué no me decido a suicidarme. Pero para mí el suicidio no es algo negativo. Al contrario. Pensando que existe el suicidio he podido soportar la vida y me he sentido libre». Como siempre se recibía equivocadamente lo que decía, Cioran reformuló su teoría de varias maneras; presentamos aquí una concisa: «No necesitas matarte. Necesitas saber que puedes matarte». Una teoría muy simple que habría que enseñar —opina el filósofo— ya desde la escuela y así rehabilitarla, tras un periodo de casi dos mil años en los que el cristianismo ha impedido que entendamos su valor. Es uno de los motivos por los que se transformó en anticristiano, sustituyendo la fe en la religión por los teóricos del suicidio nacidos de la pluma de Dostoievski. Consecuentemente, como Los demonios apareció en 1873, se podría decir que Cioran nace en el año 38 tras Kirillov.
Y, a pesar de todo, ¿por qué no se suicidó Cioran? A esta pregunta, aparte de su respuesta explícita, existen otras dos implícitas. La primera tiene que ver con la descripción que de sí mismo da Cioran en los Cuadernos, en los que se ve como un trouble-fête incurable: «En metafísica, como en todo, me comporto como un individuo que estropea la diversión de los demás. Es mi talento más seguro, aunque retrocede con la edad (también debido a mis pretensiones de cordura)»; allá donde fuera, cenas de sociedad, reuniones literarias, medios intelectuales o burgueses, no se resistía a la tentación de crear alboroto, confusión, turbación; sin embargo, no se trataba «para ser justos de un deseo premeditado de escándalo, sino de una histeria irrefrenable, de una sed de autodestrucción orientada hacia el exterior». Creo que estamos aquí ante una autoexplicación típica y conscientemente psicoanalítica (aunque si leyera algo así Cioran fingiría irritación al momento[1]): su violento impulso suicida se consume y se colma, con vehemencia, fuera, transformado en formas agresivas para con los demás, de entre las cuales la más importante será siempre su provocadora escritura.
La segunda contestación implícita relacionada con la cuestión del suicidio nunca llevado a cabo por Cioran puede ser entendida mejor a través de su relación con lo típicamente romántico. No es en absoluto casual que a Cioran le gusten los románticos, ya que ellos fueron «los últimos grandes entendidos en el asunto del suicidio». Para simplificar las cosas, suicidio significa regresión. De hecho, todos los románticos son unos regresivos incurables. Se puede observar con claridad ya desde Werther, su precursor, cuyo suicidio está precedido por un acto regresivo simbólico: la vuelta ritual a su pueblo natal, impregnado de la presencia de su madre. Asimismo, Werther no se suicida en cualquier sitio, sino obligatoriamente en Wahlheim, que, tal como su mismo nombre[2]. sugiere, se trata de una especie de «casa», de «hogar» en el que permanecerá por los siglos de los siglos al lado de Lotte. La enfermedad mortal —esa Krankheit zum Tode—que aqueja a Werther es, así pues, la nostalgia del hogar. Así es como llamaban los románticos a la regresión. «¿Hacia dónde nos dirigimos?», se pregunta, en nombre de todos los románticos, Novalis. «Hacia casa, siempre» (Immer nach Hause). Suicidarse significa regresar o, en palabras de Vigny, «arrojarte a la muerte como a los brazos de tu madre». Teniendo en cuenta todo lo dicho, Cioran es el último gran romántico, ya que sus impulsos regresivos pueden ser detectados en todos sus comportamientos y en todos los estratos de su obra. «Cualquier recuerdo es un síntoma enfermizo», declara el pensador en De lágrimas y de santos, donde, en diversos fragmentos concluyentes, distingue analíticamente dos tipos de regresiones: la originaria y la temporal.
Así pues, la primera está ligada a una memoria especial, diferente de la común, una memoria «somnolienta y profunda», que solo entra en funcionamiento «una vez que el tiempo deja de ser su ámbito y su dimensión»; se trata, por tanto, de una memoria que presupone, en primer lugar, «la ausencia de temporalidad». Mediante la reactivación de la memoria regresiva-originaria, antitemporal, tenemos la oportunidad de descender a «nuestro pasado esencial, la eternidad que precede al tiempo y no aquella en que saltamos al lado de este», con los «recuerdos intemporales» como facilitadores de esta clase aparte de pasado. Idealmente, la persona completamente sana no se acuerda de nada, no tiene recuerdos, vive en una actualidad pura, puesto que: «La salud es una envoltura del tiempo, una tumba para los recuerdos. Nos entierra el pasado»; es una especie de piel protectora del organismo incluido en la eternidad del momento. Pero la verdad es que el hombre disfruta solo de una salud relativa, ya que en mayor o menor medida es víctima de sus impulsos de regresión temporal. Como no existe una salud absoluta, «el organismo sensibiliza sus tejidos», de modo que cuanto mayor es dicha sensibilidad «más vivos están los recuerdos». El hombre perfectamente sano vive «la vida como un estado puro». El originario y orgánicamente malsano resbala desde el principio hasta el final por «la pendiente de los recuerdos», puesto que: «La memoria es la negación del instinto, pero su hipertrofia es una enfermedad incurable». Es el caso del propio Cioran: un gran enfermo o, para utilizar un sinónimo cultural, un gran romántico, ya que abusa de los recuerdos, la melancolía y las lamentaciones: en pocas palabras, abusa de la regresión temporal. Y es que «el romanticismo, en esencia, no es sino un abuso de la memoria. Novalis, Chopin o Schumann éstuvieron demasiado enfermos para no ser víctimas de la memoria. Vencer al tiempo en el tiempo es el secreto y la paradoja de la invasión de reminiscencias. Todo lo que he vivido en la temporalidad y tiende a morir en ella revive con la regresión temporal».
Cioran sufre a todas luces de regresión temporal, pero también anhela poner en marcha la regresión originaria «que nos conduce hacia Dios y el paraíso» y mediante la cual se sumergería en una forma de «eternidad» y actualidad absoluta (que son completamente distintas a las del hombre sano). Esta actualidad pura a la que aspira regresar —mediante el abandonó de la temporalidad— es la infancia, o, dicho de otro modo, «la inmediatez paradisíaca de la niñez». En cualquier caso, la solución al problema de la salvación humana habría sido «la eternización de la infancia» (punto en que los fragmentos de De lágrimas y de santos se dan la mano con otros, también programáticos, de Leopardi, más concretamente, de Zibaldone y Operette morali). En tanto en cuanto la salvación inicial fue anulada con la expulsión del paraíso, nuestra salvación relativa consta en una recaída en el estado de la niñez. Y es que, a medida que nos alejamos del niño que somos, fracasamos, hasta el punto de que cuando dejamos de ser niños por completo nos establecemos en un «fracaso fatal y despiadado», ya que «no existe más que un fracaso: dejar de ser niño», algo que «no tiene nada que ver con la senectud». Volver a ser pequeño implica recobrar la conciencia paradisíaca. En este contexto ideático, Cioran cita para apoyar su teoría el célebre ensayo Über das Marionettentheater de Kleist. Y es que tanto para el primero como para el segundo tiene importancia capi-tal el tercer capítulo del Primer libro de Moisés o Génesis: el primer periodo, desastroso, en el que el ser humano abrió los ojos tendría que corresponderse con uno final en el que tras comer de nuevo del árbol del conocimiento se le volvieran a cerrar, «para regresar al estado de inocencia» (in den Stand der Unschuld zurückzufallen). Esto significaría, según Kleist, la vuelta a una existencia animal en la que recobraríamos la gracia inconsciente. Solo a medida que se nubla la reflexión reaparece la desenvoltura, cada vez más luminosa y dominante. Y es que el hombre natural tiene los pies de. Hermes y es anti-gravitacional como Ariel. El acto simbólico propuesto por Kleist de comer por segunda vez del árbol del conocimiento encuentra su equivalente en La caída en el tiempo con la idea de un «nuevo comienzo del Conocimiento», «contrito» y humilde, que nos ofrecería —en lugar de la irrecuperable «inocencia primordial»— una especie de «segunda inocencia» en la que ya no nos dejaríamos engañar por «los encantos, ya desfasados, de la Serpiente». De hecho, mucho antes de conocer el ensayo sobre las marionetas de Kleist, ya en En las cimas de la desesperación, Cioran sueña con la ventaja de no ser ya hombre, de alcanzar una existencia animal (de ave, para ser más precisos, tal como se desprende de su firma adolescente ya comentada) o, mejor aún, de planta: «Convertirme sucesivamente en todas las especies de flores…; ser conservado con voz melodiosa…; ser fiera del bosque o animal doméstico. Experimentar todas las especies con un frenesí salvaje e inconsciente, recorrer toda la serie de la naturaleza, cambiar de forma con la facilidad de una gracia ingenua, sin teatro, sino como un proceso justamente natural». En este pasaje recogido (de manera fragmentaria) de En las cimas de la desesperación, se observa que, al igual que en Kleist, el regreso del individuo a la inconsciencia paradisíaca equivale a recobrar la gracia natura[3]. Una constatación que se repetirá constantemente, como, por ejemplo, en los enunciados exentos de lírica de los Cuadernos: «Cualquier actividad consciente ahoga la vida. La espontaneidad y la lucidez son incompatibles», y el estado de inconsciencia es el estado natural, próspero, de la vida. Sigue siendo emblemático en este sentido el adagio de El ocaso del pensamiento: «Eres mientras no sepas que eres».
También reconocemos a Cioran como el último romántico en sus fantasías de regresión originaria. La célebre frase de Novalis constituye el código esencial mediante el cual podemos descifrar pasajes enteros de De lágrimas y de santos, pues la infancia es die unschuldige Blumenwelt, «el inocente mundo de las flores», y mientras seamos niños seguiremos anhelando ese pretérito estado floral que teníamos en la edad de oro (a propósito, Novalis solo puede salir ganando con esta actualización que le brinda Cioran mediante su regresión originaria). Aquejado del «irreparable abandono de la niñez», Cioran tiene nostalgia del jardín originario, es decir, de un pasado inmemorial y de recuerdos pretemporales, convertidos en un sinfín de expresiones pertenecientes al reino animal: «Lamentación vegetal», «nostalgia vegetal», «pesadumbre por no ser planta», «aspiración vegetal», puesto que todas nuestras reminiscencias «giran en torno al paraíso. Este es el único objeto de la anamnesis». Nuestro ser debe tener, en el fondo, «una zona vegetal» o «una región floral» que nos empuja hacia «el descanso y la ternura», ya que: «Solo como planta estás en el paraíso», en la inconsciencia originaria, en «el balanceo primordial» y «la voluptuosidad del individuo». No obstante, en esencia y a pesar de sus ensoñaciones, el ser humano sigue estando, con su insomnio, al lado de Dios, mientras que la planta duerme en él. La certidumbre cioraniana convierte en prescindible cualquier doctrina religiosa, pues: «La lamentación vegetal te acerca más al paraíso que todas las religiones juntas». El sorprendente romanticismo cioraniano se ve desfigurado, sin embargo, por la exasperación y la rebeldía de índole dostoievskiana: «Quien no ha envidiado alguna vez a las plantas no sabe qué significa el terror de la conciencia. La debilidad por la naturaleza parte del horror a la conciencia». Fórmulas que nos recuerdan al instante al subversivo suicida dostoievskiano, con sus racionamientos: «He sido creado con una conciencia y me he hecho consciente de la naturaleza: ¿Qué derecho tenía a crear otro ser consciente, sin tener en cuenta mi voluntad? Soy un ser consciente, y consecuentemente sufro, aunque no quiero sufrir», de tal modo que: «Mejor que me hubiera creado como un animal más, con vida pero sin conciencia propia, pues mi conciencia no es una armonía, es una discordancia, ya que me torna infeliz». Todas estas reflexiones acaban comprimidas en una frase de una franqueza expresiva, solo en apariencia trivial, al gusto del diablo karamazovista y de Cioran: «Sí, pero si fuera flor o vaca, sería feliz».
Al igual que para el suicida dostoievskiano, para Cioran, la vuelta a la naturaleza equivale a la restauración de nuestra identidad inicial. Pero esta identidad liminar se confunde con la infancia eternizada. Por otra parte, en el límite superior, ontológico, del fracaso, cualquier hombre es un «fracasado» —se trata de «una cuestión de destino»—en cuanto deja de ser niño. Expulsado del «cielo del ser», Cioran se ve obligado a «fracasar», mientras que toda su vida y obra constituye una tentativa de evitar «el fracaso final» que se instaura en el momento en que dejas de ser niño del todo. Una tentativa exitosa, reflejada en la enfermedad con la que nace y muere (pues en él el impulso regresivo, extraordinariamente intenso, es a todas luces enfermizo, o, dicho de otra forma, romántico)[4]; cuanto más maltrecho, cuanto más cerca de la muerte se encuentra, está —mediante una regresión cada vez más acelerada— más próximo de la «eternidad» y de la «actualidad absoluta» de la niñez: «Me siento completamente apresado por mi infancia». Cioran sufre la única enfermedad mortal apropiada en su caso, a la que pertenece y que le pertenece, la de la regresión incontenible, ella le dicta las palabras y los textos: «… me he limitado a ejecutar una orden, fatal por sí misma, irresponsable, inevitable». A medida que se potencia la regresión, él sale gradualmente del círculo del «fracaso fatal». Si ha «fracasado» en la vida —como cualquier otra persona, pues repito que este «fracaso» es un problema del destino humano—, Cioran no lo hará a la hora de morir; muere su muerte: realizado, sin ser consciente del hecho en sí, agnósico y amnésico, en las profundidades de la «inconsciencia originaria», tras haber recobrado, por tanto, la «identidad inicial» tan anhelada. O lo que es lo mismo, es «un esta-do de pre-individualidad». Poco antes de ser engullido por «la corriente anónima de la vida» y de perder su perfil de persona, ya con ciertas lagunas en lo tocante a memoria, orientación e identidad, Cioran había intuido lo que le ocurría: un día, en la calle, cuan-do un transeúnte le preguntó si era Cioran, contesta con clarividencia, al igual que Borges: «Lo he sido».
En el extraordinario ensayo conversacional que puso en escena, con un verbo demoníaco, en la casa Descartes de Ámsterdam, Cioran, parafraseando a Rilke, afirma que cada uno de nosotros lleva en su interior el suicidio. «¿Cómo me las habré arreglado para no suicidarme?…», se pregunta además él mismo en una misiva. Como ya hemos mencionado, el suicidio es, en esencia, una regresión violentamente provocada. Pero, en realidad, Cioran no se podía suicidar, porque la suya era una forma lenta, fluida, de suicidio y, por tanto, de una regresión infinita, que excluye la manera brutal, brusca del suicidio propiamente dicho. Esta es la segunda respuesta implícita —tal como anunciábamos al principio— a lo que se ha dado en llamar su suicidio fracasado. ¿Pero por qué no se suicidó de una vez Cioran? Porque estaba condenado a suicidarse día tras día, toda la vida, o en otras palabras, a regresar de manera continua. Porque albergaba en su interior la gran regresión, la originaria, que lo sumergía constantemente en un «abismo materno», en «un estado de no-conciencia y de irreflexión» con la sensación de no ser humano, sino, en el mejor de los casos «una planta consciente», evitando así, de modo fluido, «la inmanencia del ser». Cioran no podía suicidarse, puesto que en él el flujo suicida se ahoga y se disuelve en las aguas profundas de la regresión que lo inundaban. Mientras tiraban de él hacia abajo las olas de la regresión, él no era totalmente consciente de su propio ocaso, para decidir por sí mismo la hora de su muerte. Cioran muere solo cuando la regresión ha cumplido su labor con él. (Su muerte no habría podido ser «simple», decidida y adelantada mediante el suicidio, como cree Friedgard Thoma, pues Cioran está enfermo de regresión. Así que no es él, sino el mal orgánico, innato, el que decide cómo morirá). La entrada del 15 de octubre de 1970 es especialmente sintomática en cuanto a su regresión talásica. Cioran sueña que flota en las aguas de un río inmenso, a la vez que Eliade le pide que no se deje arrastrar por la corriente; él le responde que «teniendo en cuenta que estoy aquejado de no se sabe qué mal sin remedio», sería mejor que desapareciera cuanto antes y que «le horroriza morir como todo el mundo». Al despertarse de la pesadilla acuática, conserva vivo el recuerdo del río, «de una extraordinaria magnitud y que representaba para mí la muerte ideal».
VARTIC, Ion. Cioran, ingenuo y sentimental. Trad. de Francisco Javier Marina. Zaragoza: Mira Editores, 2009, p. 206-212.
NOTAS:
[1] Aunque lee todo tipo de libros sobre Freud y los Cuadernos están llenos de apuntes de gran calidad psicoanalítica (sobre el sueño, la regresión y el desahogo, entre otros), Cioran sostiene que cada vez que se encuentra con «una explicación psicoanalítica sobre un autor» deja de leer, pues le sacan de sus casillas las hipótesis arbitrarias sobre «los secretos de las personas», ya que a menudo se trata simplemente de «deficiencias bastante sencillas» que este «método funesto» de interpretación complica de la manera más sofisticada. «No obstante, todos somos psicoanalistas en los juicios que emitimos, sobre todo durante una conversación. Puedes rechazar de plano la doctrina y, sin embargo, estar empapado de ella: es lo que nos pasa a todos».
[2] Exactamente igual que más tarde, en Hesse, el poeta vagabundo Knulp, agonizante, regresa al pueblo que lo vio nacer, Stammheim, cuyo nombre contiene un antiquísimo significado: «Casa familiar, arraigada»; al fallecer, Knulp vuelve, de manera tanto literal como figurada, a casa.
[3] En el diálogo con Léo Gillet en la casa Descartes de Ámsterdam de 1982, Cioran resume uno de los pasajes épicos del ensayo Despre teatrul de marionete refiriéndose a las inhibiciones humanas originadas por una conciencia que ha destruido «la gracia natural», «la inocencia y el estado paradisíaco» de la raza humana. Sin embargo, cuando alguien le cita en este sentido la misma prosa de Kleist, Cioran duda de que el final de la historia sea el paraíso recobrado (v. los apuntes del invierno de 1970 en los Cuadernos).
[4] La confirmación del «diagnóstico» que he emitido sobre Cioran se halla en una observación del psicólogo Nicolae Mărgineanu: «En lo relativo a la satisfacción mediante sueños y fantasías, o a través de las distintas variedades de regresión, se trata más bien de síntomas patológicos que de necesidades» (v. Depth and Height Psychology, Cluj-Napoca, Presa universitară clujeană, 1998, p. 160).
Incluso cuando en cierto modo se divierte completando el Cuestionario de Proust, a Cioran lo traiciona su impulso regresivo. Por ejemplo, a la pregunta: «¿Cuál es la acción militar que más admira?», responde de manera significativa: «La retirada» (Cafard, p. 85).